Reflexión en clase

Por Edgar Zavaleta

Me aterra pensar que la humanidad pueda ser vista, sin mayor reparo, como la peor de las pestes. Me asusta, me aterroriza, me causa mucho miedo vernos con poca perspectiva y ver cómo el humano mata a otro humano, cómo el humano abusa de otro humano, cómo el humano jode por puro gusto, por placer, a otro humano. Y me niego a pensar que las Moiras, las Parcas, el destino, el determinismo marcado por el universo tetradimensional de Einstein, nos lleven a no poder cambiar. A que ya todo sea así, y se acabó. No. Asumo el miedo, me lo trago, y le doy la cara a lo que venga. Puede que no esté listo, pero estoy dispuesto a que ese tren me arrolle de frente, en la frente. Mi mayor miedo es que la humanidad está determinada ontológicamente a nunca dejar la vida irracional, sucia, hedonista, superficial, etcétera.

He dicho que estoy dispuesto a afrontar el miedo con la cara. Insisto. Estoy dispuesto porque he visto y sentido la belleza que esa peste humana es capaz de producir y recibir. He visto a niños extasiados en la contemplación de nubes oscuras e imponentes; he visto a pubertos darse lo que parece su primer beso y, tras éste, su sonrisa ineludible que te hace acordarte de cómo pensaste que ese amor al que besaste por vez primera (con deseos bárbaros), sería el amor de tu vida. He visto las creaciones de mujeres y hombres que, desde la pequeñez de sus manos y unos instrumentos, han hecho los objetos más bellos y duraderos del hombre, y que desafían nuestra supuesta determinación efímera que la física actual se empeña en demostrar. He visto a hombres ayudar a otros sin requerir la aprobación falsa de las masas, sino hacerlo por el simple hecho de hacerlo.

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